Ayer la tarde era buena. Ya no hacía el calor de los días pasados, se estaba bien. Después de estar un rato en la universidad, quedé para cenar con Carlitos, cerca del Jardín Zoológico. Me quedé con él esperando su autobús. Cuando se fue, en lugar de ir a la estación para coger el tren, subí al primer autobús que vi. Resultó ser el 200, que va por todo el centro, y es de dos pisos. Bien -- dije, -- adelante.
Tenía ganas de dar un par de vueltas antes de ir a casa, de ver la ciudad al caer la tarde. Hubiera preferido coger otro autobús, cualquiera de esos que se deslizan por calles y barrios totalmente desconocidos para mí, o alguno que serpentee por las zonas más profundas de mi barrio, pero no había ninguno que llegara hasta allí desde donde yo me encontraba, así que cogí el que mejor me venía para hacer la conexión con el tranvía.
En el autobús reinaba un silencio casi completo. Yo estaba sentado arriba, en la tercera fila. En la primera fila, una matrimonio mayor y un anciano solitario. Delante de mí, unos italianos: el padre, que parecía Nek, y la hija, que no tendría más de ocho años.
A las pocas paradas la tranquilidad se rompió: al autobús se subió un grupo de unas ocho personas, todos con su botella de cerveza en la mano. Debían ser guatemaltecos. Hablaban alto, estaban contentos, no paraban de hacer bromas y contar chistes. El contraste con la tranquilidad de antes molestaba un poco, pero se podía soportar. Ahí reconocí la costumbre de todos los que hablamos español: el levantar la voz para hacerse oír. Cada uno de los que hablaba elevaba el tono un poquito más. A veces parecía una competición.
Como digo, soportable. Hasta que llegó "la lista". Unas cuantas paradas más, y un grupo de chicos (15%) y chicas (el resto) de unos dieciocho años, del "Pais Anteriormente Conocido Como España", subieron al autobús. Estos sí que hablaban alto. Pero sobre todos ellos destacaba la chica más BASTA que he conocido. No sólo porque su lenguaje es ya de por sí bastante bastorro, si no porque en su boca la cosa adquiría proporciones grotescas. No hablaba, no, GRITABA. Aunque sólo fuera para decir dos palabras, con esa costumbre tan propia de nuestras tierras que consiste en pensar que se es poseedor de la Verdad Absoluta. Además, esto se veía reforzado porque abría bastante la boca, para opinar sobre todo, normalmente en actitud crítica y negativa, a la vez que bastante garrula.
Me puso negro, de verdad. Me hubiera encantado tirarla por la ventana, probablemente con ella gritando algo así como "paru ca fas!?" Pero no lo hice. Al fin y al cabo, todo el mundo tiene derecho a la vida. Es mejor ignorar a personas así, descerebradas que vomitan como loros lo que les meten en la cabeza, que siempre están de mala leche y que todo les parece mal (menos lo suyo).
Menos mal que ya no tengo que sufrir a este tipo de gente tan a menudo...
Tenía ganas de dar un par de vueltas antes de ir a casa, de ver la ciudad al caer la tarde. Hubiera preferido coger otro autobús, cualquiera de esos que se deslizan por calles y barrios totalmente desconocidos para mí, o alguno que serpentee por las zonas más profundas de mi barrio, pero no había ninguno que llegara hasta allí desde donde yo me encontraba, así que cogí el que mejor me venía para hacer la conexión con el tranvía.
En el autobús reinaba un silencio casi completo. Yo estaba sentado arriba, en la tercera fila. En la primera fila, una matrimonio mayor y un anciano solitario. Delante de mí, unos italianos: el padre, que parecía Nek, y la hija, que no tendría más de ocho años.
A las pocas paradas la tranquilidad se rompió: al autobús se subió un grupo de unas ocho personas, todos con su botella de cerveza en la mano. Debían ser guatemaltecos. Hablaban alto, estaban contentos, no paraban de hacer bromas y contar chistes. El contraste con la tranquilidad de antes molestaba un poco, pero se podía soportar. Ahí reconocí la costumbre de todos los que hablamos español: el levantar la voz para hacerse oír. Cada uno de los que hablaba elevaba el tono un poquito más. A veces parecía una competición.
Como digo, soportable. Hasta que llegó "la lista". Unas cuantas paradas más, y un grupo de chicos (15%) y chicas (el resto) de unos dieciocho años, del "Pais Anteriormente Conocido Como España", subieron al autobús. Estos sí que hablaban alto. Pero sobre todos ellos destacaba la chica más BASTA que he conocido. No sólo porque su lenguaje es ya de por sí bastante bastorro, si no porque en su boca la cosa adquiría proporciones grotescas. No hablaba, no, GRITABA. Aunque sólo fuera para decir dos palabras, con esa costumbre tan propia de nuestras tierras que consiste en pensar que se es poseedor de la Verdad Absoluta. Además, esto se veía reforzado porque abría bastante la boca, para opinar sobre todo, normalmente en actitud crítica y negativa, a la vez que bastante garrula.
Me puso negro, de verdad. Me hubiera encantado tirarla por la ventana, probablemente con ella gritando algo así como "paru ca fas!?" Pero no lo hice. Al fin y al cabo, todo el mundo tiene derecho a la vida. Es mejor ignorar a personas así, descerebradas que vomitan como loros lo que les meten en la cabeza, que siempre están de mala leche y que todo les parece mal (menos lo suyo).
Menos mal que ya no tengo que sufrir a este tipo de gente tan a menudo...